
Y que los de abajo nos enteremos…
(escrito en 2006)
No basta con que los de abajo no quieran, sino que es necesario que los de arriba no puedan continuar como han venido haciéndolo hasta ahora (parafraseando a Lenin). Y que los de abajo nos enteremos… de que no pueden.
Desde un amplio abanico de páginas progresistas se identifica certeramente al imperialismo de los Estados Unidos como el enemigo principal de los pueblos, capaz de llevarnos a la barbarie…si antes no lo impedimos. Pero como precisamente de lo que se trata es de esto, de impedirlo, es imprescindible saber en qué verdadero estado se encuentra ese enemigo y la solidez del sistema que encabeza. En este sentido, es de lamentar que entre el movimiento progresista en general se venga exagerando en demasía en los últimos años el poder de los Estados Unidos al tiempo que no se tengan en cuenta suficientemente las contradicciones entre estados imperialistas. Esto no contribuye a comprender la inestabilidad permanente en que se ha instalado la situación internacional y a prever lo más posible su evolución.
En el presente escrito se mantiene la opinión de que la actual inestabilidad internacional sin fin responde, en última instancia, a la voluntad yanqui de prolongar como sea una hegemonía absoluta que no tiene base real. Y que esta hegemonía absoluta no sólo es contestada de forma combativa por pueblos del Tercer Mundo o, a través de divergencias profundas, por potencias como Rusia y China, sino que ella es también puesta en cuestión dentro del propio campo imperialista occidental, principalmente por el núcleo central de la Unión Europea; evidentemente, en este caso, por razones muy diferentes de las abrigadas por los pueblos y sólo a la manera en que los mafiosos se ponen en cuestión entre sí.
Ciertamente, toda una serie de elementos históricos y presentes han dificultado (y dificultan) sobremanera que se consideren en su justa medida las contradicciones entre Estados imperialistas y la crisis de hegemonía del imperialismo de EEUU. Está la inercia, causada por décadas de Guerra Fría, de liderazgo estadounidense avalado y apoyado a cualquier precio (y nunca mejor dicho) por todo el campo capitalista avanzado occidental, cuando no se jugaban una u otra posición de fuerza dentro de su sistema común, sino el sistema mismo. Al acabar la Guerra Fría tal como lo hizo, el liderazgo de EEUU las tuvo todas consigo para mitificarse en hiperimperio vencedor al que sólo le quedaría dirigir a todos sus aliados anticomunistas en la empresa única de extender la “mundialización” al resto de países que la división del mundo en bloques había sustraído a la influencia plena (o sea, “neoliberal”) del sistema occidental.
Además, hoy especialmente, y al menos por un “buen momento”, las diferencias entre potencias capitalistas han de dirimirse mediante, o aprovechando, conflictos regionales más o menos lejanos, sólo sea evidentemente porque un enfrentamiento directo entre ellas provocaría una destrucción mucho mayor aún que las dos precedentes guerras mundiales; lo que conlleva que las tensiones interimperialistas que animan dichos conflictos se difuminen en dicha lejanía dificultando su identificación. Finalmente no pueden obviarse las propias dificultades de los competidores de los EEUU dentro del campo de potencias capitalistas (la UE y, no digamos, los japoneses) para conformar bloques imperialistas sólidos. Esto no juega a favor de que puedan liberarse definitivamente de las servidumbres que les impuso la Guerra Fría en materia de mantenimiento de la supremacía estadounidense, ni tampoco para que puedan presentar cara a las nuevas amenazas que se ciernen también contra ellos –en tanto que copartícipes del (des)orden imperialista mundial– sin demandar la protección del “amigo americano”. Entre esas amenazas se encuentra principalmente la que proviene de la lucha de resistencia antiimperialista de los pueblos del Tercer Mundo (en Irak, en América Latina…) y la amenaza que todos los imperialistas sin distinción siguen viendo en países como Rusia y China, quienes han heredado una gran potencia de su pasado socialista, que ahora utilizan, como mínimo, para desarrollar una línea de desarrollo independiente en el marco económico internacional que no conviene a las grandes corporaciones capitalistas (norteamericanas y no norteamericanas) que buscan controlar aquellos inmensos mercados.
Sin embargo, a pesar de lo que (no) parece, las contradicciones y disputas interimperialistas sí que están ahí, y juegan cada vez más un papel de primer orden, realimentadas por una crisis de hegemonía del coloso yanqui que viene de lejos y que, como ya hemos indicado, sólo la persistencia de la Guerra Fría hizo que no se manifestaran mucho más antes. Recientemente lo expresaba bastante bien un editorialista de Les Echos, periódico francés de referencia en asuntos económicos, en un artículo titulado: “La mundialización continúa pero ya no la dirigen más los Estados Unidos”, del 15 de junio de 2006. En dicho artículo, entre otras cosas jugosas, se nos dice que “el triunfo [estadounidense sobre el comunismo al final de la Guerra fría] tapaba un debilitamiento que había comenzado mucho tiempo antes” y cuya “primera señal fue […] la derrota de Vietnam.” Por ahí van los tiros. Y hay que insistir en ese aspecto cronológico del declive norteamericano ahora que, por fin, algunos (eso sí, aún con mucha timidez) ponen en duda la existencia de un ultrapotente imperialismo estadounidense ante la evidencia de su fracaso en Irak y situando en este fracaso el comienzo del declive norteamericano. En realidad, los fracasos en la guerra de Irak, y con ellos el de toda la estrategia neoconservadora de “reordenamiento democrático” de Oriente Medio, no suponen el punto del comienzo de ese declive norteamericano, sino una consecuencia y una neta visualización del mismo. Este declive, efectivamente, comenzó mucho antes, pero incluso antes de la derrota de Vietnam. Así, ya a caballo entre los años 60 y 70 del siglo anterior aparecen fuertes señales indicando que Estados Unidos no tenía base económica suficiente para continuar con el mismo rol imperialista hegemónico en el Occidente capitalista que la Segunda Guerra Mundial le había consagrado.
Hasta finales de los 60 el hecho de que la hegemonía estadounidense sea apenas contestada dentro del mundo capitalista avanzado no sólo resulta de necesidades comunes de orden geopolítico e ideológico impuestas por la Guerra Fría, sino que tiene una base económica real; esta, sin duda, reforzada por la distinta suerte con que se había repartido la destrucción (¡y la no destrucción! si pensamos en EEUU) de las dos guerras mundiales. Fijémonos en la distribución mundial de reservas de oro, en una época en que esta moneda jugaba aún un rol, si no exclusivo, todavía muy importante en los intercambios comerciales internacionales. Tras la Segunda Guerra Mundial los EEUU acaparaban los dos tercios (¡!) de dichas reservas, culminación de una escalada que venía desarrollándose ya desde hacía tiempo, y que no podía sino representar una diferencia real incontestable del peso de la economía de este país en el mundo que se iba a mantener durante lustros.
Sin embargo, será precisamente esa diferencia abismal de reservas de oro en los estertores de la Segunda Guerra Mundial, la que lleve a inocular el virus del parasitismo posterior (y actual) del sistema estadounidense. En 1944 los Acuerdos de Bretton Woods institucionalizan el absurdo de poner al mismo nivel el oro que el dólar. Aunque dicha nivelación pudiera parecer justificada por la falta de moneda en oro suficiente para garantizar los intercambios comerciales mundiales, a fin de cuentas se estaba confundiendo dicha moneda real (el oro) con un papel moneda (el dólar) y convirtiendo la banca central emisora de billetes de un país (los Estados Unidos) en la del resto del mundo. En definitiva, se estaban sentando sólidas bases para que en el futuro este país pudiese exportar sus eventuales deudas y crisis al resto del mundo; al resto del mundo, es decir, desde el “tercero”…al “primero”. Precisamente será un representante cualificado de este (del “primero”), De Gaulle, quien en 1965 hable del “privilegio desorbitado” que venían poseyendo los norteamericanos en cuestiones de emisión de moneda y que le lleva a “endeudarse gratuitamente a costa del extranjero” (Conferencia de Prensa en el Palacio del Eliseo, el 4 de febrero de 1965).
No obstante, durante muchos años, y tras dichos Acuerdos de Brettons en que se inoculó ese virus del parasitismo de los Estados Unidos, este parasitismo va a coexistir con una “macroeconomía” en este país todavía relativamente “sana”, y su portador no tendrá todavía gran necesidad de desarrollarlo. Será con el tiempo, que los inmensos gastos del aparato estatal estadounidense, principalmente militares, así como el desarrollo (el retorno, habría que decir) de otros polos de desarrollo capitalista, sobre todo en Europa y Japón, se encargarán de ir minando las bases materiales (reales) sobre la que se había edificado la hegemonía estadounidense.
Ya desde 1961 se constituye un Pool de países ricos (principalmente Japón y Alemania) que ponen sus reservas de oro a disposición de los norteamericanos para que estos cumplan su obligación de respaldar los papeles dólares que sólo ellos imprimen. Esta “generosa solidaridad” entre Estados capitalistas desarrollados va durar hasta 1971, año en que Nixon, en plena guerra de Vietnam, decide no respaldar más con oro los dólares que imprime. A partir de ahí, el papel (dólar) sustituye definitivamente al oro como moneda, aprovechándose también de la inercia de décadas en que efectivamente se había impuesto en los intercambios internacionales y se había atesorado (falazmente) como sustituto total del oro. Tanta generosidad y condescendencia de los otros países capitalistas desarrollados para con los Estados Unidos sólo podía explicarse (y alargarse) evidentemente por razones propias de la Guerra Fría: había que mantener al gendarme occidental tal como se sostiene a policía y militares propios.
En cualquier caso, lo que queda claro es que desde los comienzos de los 70, con esa decisión de los Estados Unidos de imprimir sin más una buena parte de su riqueza, había sonado la hora definitiva para que el virus del parasitismo norteamericano comenzara a manifestarse como nunca hasta entonces. Puede afirmarse que es justo entonces cuando se constituye la base monetaria de la exportación de esa crisis crónica de los Estados Unidos, consistente en un ciclo interminable y creciente de déficit tanto comercial como financiero, a excepción de algún que otro momento de superávit oficial durante el mandato de Clinton. En los últimos años la cosa no hace sino empeorar. Según el International Herald Tribune del 18 de septiembre de 2006, y tal como se hace eco en parte El País del día siguiente, el déficit exterior de los Estados Unidos ronda ya los 800 mil millones de dólares por año, representando el déficit corriente el 6,6% del PIB, cuando, por ejemplo, la UE instituyó en su día la posibilidad de abrir expedientes a los países que superaran el 3%.
Como era previsible, la primera potencia mundial ha pretendido en parte lidiar sus gigantescos déficits con la exclusividad legal que tiene de imprimir los dólares que debe y de hacer bajar o subir el valor de estos. Pero como la riqueza no se puede imprimir, sino a lo sumo “transferir”, esas maniobras “mágicas” sólo se han podido llevar a buen puerto a costa de otros. Resulta, pues, que los Estados Unidos están ejerciendo una “considerable influencia negativa (…) en la economía internacional, como consecuencia, entre otros factores, de la descontrolada emisión de dólares para pagar productos y servicios por encima de su real poder adquisitivo, ‘papeles que ya la gente no quiere atesorar’. (Fidel Castro, según Granma, informando sobre una importante reunión de su Partido el 1 de julio de 2006). No es probable que el International Herald Tribune sea acusado por la Administración Bush de colusión con el vecino mandatario enemigo de la Isla, pero ese mismo periódico no dice otra cosa cuando en el artículo mencionado anteriormente se atreve a comentar en “voz alta”: “Hasta ahora, los extranjeros se han mostrado muy contentos de recibir dólares a cambio de las compras norteamericanas de coches, televisiones y petróleo extranjero. Pero la cuestión es qué pasaría si en un momento dado los extranjeros decidieran que quieren poseer menos valores y divisas en dólares.” Por nuestra parte, ha de insistirse en que la insostenible situación norteamericana, incluso desde el punto de vista de la “economía de mercado” que tanto dicen defender, se viene sosteniendo artificialmente desde hace mucho tiempo.
Efectivamente, a partir de los 70 esa riqueza estadounidense, cada vez más “por encima de su real poder adquisitivo”, es en gran medida responsable de la conocida ruina total en que se encuentra gran parte del Tercer Mundo, sin por ello exculpar, por supuesto, al resto de países “avanzados” ni a las camarillas locales en los países dependientes. Pero lo que más nos interesa destacar en este escrito –por lo que tiene que ver con la agudización de las contradicciones interimperialistas, que es, en definitiva, lo que históricamente está en la base de las mayores desestabilizaciones y conflagraciones mundiales–, lo que más nos interesa destacar ahora, digo, es que los propios países avanzados capitalistas, afectados por la larga doble crisis económica y social que se inicia en todo el mundo industrial en dicha década de los 70, ven en el Estado y sistema norteamericanos un fardo y un obstáculo a sus propias “necesidades” expansionistas. Así que, como ya se ha señalado, la razón por la que el resto de potencias capitalistas se ligaba como lo hacía a EEUU era la “amenaza soviética”.
De ahí que cobren vigor las tendencias a formar bloques económicos, como en Europa, y a crear o a fortalecer monedas que puedan sustraerse del yugo del dólar, tal como se pretende con el ecu que finalmente desembocará en el euro. Y es a partir de ahí que se llega a una situación donde una buena parte de importantes países considere muy seriamente la posibilidad de asegurar mucho más el valor de sus riquezas en otras monedas distintas del dólar, alejando así el temor de que se les esfume por tenerlo casi todo representado en la divisa estadounidense. Por cierto, en este sentido estrictamente económico, recientemente se ha pronunciado el Presidente venezolano Hugo Chávez, apoyando la iniciativa planteada en tal sentido por Irán; aunque este país está también guiado por las conocidas consideraciones geopolíticas en torno a las amenazas anglosajonas contra él.
Que durante decenios todas las tendencias contradictorias intra-capitalistas han estado limitadas y compensadas principalmente por “la amenaza del bloque soviético-comunista”, lo demuestra el que hoy precisamente sea Japón –que en gran medida se considera todavía inmerso en guerra fría con China y Corea del Norte– el que aún no pueda materializar tantos distanciamientos sustanciales del “amigo americano”. Un “amigo americano”, al que los japoneses, como primera potencia financiera del mundo, llevan sosteniendo como el que más a golpe de compras de bonos del tesoro estadounidense en dólares, cuando seguro que hubiesen preferido conquistar mercados más reales donde exportar su plus de riqueza (plus, evidentemente, desde un punto de vista capitalista) y así no verse inmersos en una crisis de estancamiento durante toda la década de los 90 y de la que todavía se resienten.
Pues bien, el meollo de la cuestión de la inestabilidad internacional permanente actual estriba en que el problema de los déficits de EEUU y de su estándar de vida muy superior al de su poder adquisitivo real no puede resolverse con correcciones estrictamente económico-monetarias; lo que en su caso equivaldría a que los norteamericanos aceptasen de buen grado que no pueden continuar ejerciendo su hegemonía como antes. Y esto no es posible porque, aparte de las grandísimas fortunas y negocios que son consecuencia de esa hegemonía, los Estados Unidos han construido un sistema económico-social que, lejos de la pantalla del neoliberalismo que tanto promulgan y exigen a los otros, está ultraprotegido por una serie de leyes y de medidas que precisamente sólo se explican por el rol hegemónico que ejercen en el mundo. Así, al margen (y nunca mejor dicho) de sus 40 millones de pobres, los Estados Unidos históricamente se han “preocupado” de crear su propia bodyguard (guardaespaldas) interior (Howard Zinn): una amplia clase media dopada por una financiación sin igual en el mundo, a tenor de la facilidad con que se conceden los préstamos a empresas y familias en comparación con otros países desarrollados. Además, durante décadas en ese país se han aplicado sustanciosos planes sociales empresa por empresa –de paso, sin sentimiento de culpabilidad por estatismo social– en un mundo de grandes industrias que están al abrigo, igualmente como en ningún otro país, de tener que responder a la banca (nacional e internacional) en caso de quiebra (capítulo VIII de la Constitución.) A día de hoy ya alcanzan la decena las grandes empresas que se han acogido a este capítulo, entre ellas, la famosa Enron. En definitiva, estamos hablando de que los Estados Unidos desde hace décadas vienen ejerciendo toda una “generosidad financiera” hacía el interior del país mientras siguen buscando en el extranjero –y ¡ay, si no se encuentran!– 2000 millones de dólares todos los días.
Es pues la estabilidad del particular sistema norteamericano la que depende de su hegemonía mundial. Y si fue la Guerra Fría la que en definitiva hacía que esa estabilidad fuese deseada por europeos y japoneses en contra de sus propias tendencias expansionistas autónomas, tras el fin de aquella, sólo sobre la prolongación de la guerra (caliente si es preciso), o de la simple amenaza permanente de la misma a nivel mundial, pueden basar los norteamericanos sus aspiraciones de prolongar el sometimiento de aquellos países a su hegemonía. Por eso será larga la guerra contra… el “terrorismo” y Estados del “eje del mal”, porque “largo” y peliagudo es el desafío que tienen que resolver los Estados Unidos: asegurar su hegemonía contra vientos enemigos y mareas… “amigas”.
Debe quedar claro que, en ningún caso, se trata de negar el elemento económico clásico de conquista de mercados, sobre todo hoy de energía, que efectivamente existe en las guerras actuales norteamericanas. Aún menos se trata de obviar que los estadounidenses quieran impedir el establecimiento de potencias regionales contrarias a sus intereses geopolíticos tales como Irak o Irán; o, cómo no, el de potencias suprarregionales “antioccidentales” tales como Rusia y China. Tan sólo pretendo insistir –y tanto más porque es algo que apenas se tiene en consideración– en que, detrás de esos factores que ciertamente juegan un rol, debe resaltarse el papel de fondo que supone la necesidad cotidiana imperiosa de los norteamericanos de someter a sus propios “socios” occidentales, y de impedirles que den vía libre suelta a sus tendencias imperialistas una vez desaparecido el gran enemigo común.
Toda la estrategia agresiva de los neoconservadores norteamericanos por un nuevo siglo de dominación estadounidense, elaborada mucho antes de imponerse aquellos en la Casa Blanca, se basa en ese diagnóstico de pérdida de base real de la hegemonía de los Estados Unidos. Es decir, no se basa en la conciencia de que la primera potencia mundial es más fuerte y rica que nunca, tras haberse desembarazado del obstáculo soviético, y necesita conquistar mercados para dar salida a una plétora de productos y servicios made in USA. Ese diagnóstico de debilidad económica se completaba con el del claro retroceso desde un punto de vista geopolítico que los norteamericanos sufrían en regiones claves del mundo tras la derrota de Vietnam. El caso más alarmante para ellos es el que ha venido dándose en Oriente Medio. De los cuatro puntales históricos que eran Persia, Arabia Saudita, Turquía e Israel, sólo les queda como aliado incondicional el Estado sionista: la Persia del Sha deviniendo un Irán con el que se han roto las relaciones oficiales; Arabia Saudita, queriendo diversificar sus relaciones estratégicas y buscando algo más que papeles verdes con que asegurar el valor de sus recursos energéticos; y Turquía procurando desesperadamente la integración en una Unión Europea a la que, entre otras cosas, le jura que no hará de torpedo yanqui a la británica. Por lo demás, este diagnóstico de doble debilidad económica y geopolítica es compartido por todos los grupos de poder estadounidenses. En lo que respecta al diagnóstico de los males de fondo norteamericanos y a la urgencia de poner remedio, los neoconservadores no son menos realistas que los denominados… “realistas” (Kissinger, Albright, etc.). Otra cosa han sido las disputas entre ellos en cuanto a las soluciones concretas a aportar y en lo que se refiere al interés particular de confundir la supervivencia de la hegemonía estadounidense con la del propio Estado sionista de Israel, tal como han hecho los neoconservadores.
Efectivamente, todos comparten que hay que crear una situación donde el imperio americano no sea contestado seriamente, como mínimo, en el mismo interior del campo pro-occidental de la Guerra Fría. Y si es preciso para ello, no se dudará en provocar conflictos regionales a fin de recuperar el control de países de importancia estratégica, como en Oriente Medio, y obligar a que todo acuerdo entre dichos países y otras potencias (incluidas las occidentales) pase por su beneplácito y, sobre todo, a que no se haga contra sus intereses; es decir, que en ese terreno las cosas sigan igual que cuando estaba la Unión Soviética “enfrente”. EEUU se aseguraría que eso no cambiara si las guerras les salieran bien. Pero incluso, como mal menor, apuesta por que la propia inestabilidad creada con sus intervenciones militares haga que el elemento decisivo en el juego de dominaciones a nivel mundial continúe siendo precisamente el elemento militar, donde se siente más seguro en comparación con las otras potencias capitalistas. En otras palabras: o la guerra genera una situación nueva para ese “nuevo siglo norteamericano”, o genera una inestabilidad que, como mínimo, amenaza a todo el campo occidental al punto de tener este necesidad de nuevo de sostener al gendarme estadounidense como ocurría durante la Guerra Fría. En este sentido, debe insistirse en que por fuertes que puedan llegar a ser las contradicciones dentro del campo de países imperialistas, sus diferencias son menores de las que les separan a todos ellos de los movimientos de resistencia populares que fácilmente pueden extender su odio a todo el campo de países imperialistas; de los países del Tercer Mundo que pretenden seguir una línea independiente de desarrollo sin atarse demasiado a ningún país occidental; o de China y Rusia, que no esconden que quieren aprovechar sus potencias militares para imponer un multilateralismo, no ya con respecto a los Estados Unidos, sino frente a todo el grupo de los grandes del capitalismo internacional.
Es por todo lo dicho hasta ahora que puede afirmarse sin exageraciones que la mayoría de los conflictos militares importantes (por sus implicaciones internacionales) desde el fin de la Guerra Fría están ligados, en última instancia, a la cuestión de la hegemonía de los estadounidense dentro del mismo campo occidental; o lo que es lo mismo: con las contradicciones entre países o bloques imperialistas (en formación) jugando un rol mucho mayor de lo que la diplomacia quiere que nos enteremos. Y si bien las diferencias entre el núcleo importante de la Unión Europea y los Estados Unidos no se han mostrado tan a las claras como con ocasión de la Segunda Guerra en Irak en 2003, en realidad, ya durante los conflictos anteriores, y detrás de una unanimidad de fachada, cada uno actuaba con estrategias diferentes.
Es cierto que en el caso particular de la Unión Europea (UE) se impone mucha prudencia y escepticismo cuando se habla de estrategia en el mismo sentido que se hace cuando nos referimos a los Estados Unidos. Sencillamente porque aquella está todavía lejos de formar un bloque y no está ni claro que vaya a conseguirlo. Desde el punto de vista de la evolución de las contradicciones interimperialistas, debería hablarse a lo sumo de contradicciones en desarrollo entre los Estados Unidos y un núcleo duro de la UE que sería el que se estaría formando en torno a Francia y Alemania (mejor dicho: Alemania y Francia) y con dos países intermedios importantes como Italia y España… siempre que los gobiernen el “centro izquierda”[1] y no los Aznar y Berlusconi que son aliados de los estadounidenses.
De ahí, precisamente, que pueda afirmarse que la debilidad de los estadounidenses es sobre todo relativa si se compara con ellos mismos en el pasado y no tanto con una potencia imperialista o bloque ya formado dentro del capitalismo internacional que pueda aspirar a desbancarlos. Y es por esto mismo que otra forma de expresar el porqué de la inestabilidad actual crónica interminable y sin salida clara en el horizonte, es la de que EEUU no tiene potencia suficiente para prolongar una hegemonía incontestada como en el pasado, incluso dentro del propio campo occidental, pero sí para impedir (destruir) todo intento de que se le ponga otra potencia o bloque a su mismo nivel de hegemonía y, no digamos ya, para sustituirlo. Esto lo saben bien sus “aliados”, que lo máximo que airean en público es que aspiran al multilateralismo en los asuntos internacionales y siempre jurando que todo lo hacen con ánimo de ayudar al amigo americano en dificultades de adaptación a la nueva realidad mundial surgida después de la Guerra Fría y, por supuesto, sin ánimo de contrariarlo.
Lejos pues aún de poder hablar de una Europa-potencia y, aún menos, que desafíe explícitamente a los Estados Unidos. Tal como se recoge en el texto “A propósito de la “Europa-potencia”, que se incluye en esta recopilación, la unidad europea no es sino una pantalla para esconder intereses expansionistas de países que en ningún caso pretenden difuminar realmente y sacrificar sus intereses particulares, y que a lo sumo persiguen constituir precisamente ese núcleo duro que se ha mencionado con la “construcción europea” como coartada. De todos los intereses imperialistas que alberga la UE los que tienen más base real son evidentemente los de Alemania. Es sobre todo en este país en el que hay que fijarse cuando se habla de necesidades expansionistas europeas que persiguen acabar con el unilateralismo norteamericano. Y es que Alemania representa en torno a un tercio de lo que se produce en Europa, pero sobre todo es la primera potencia exportadora mundial en términos absolutos. Esto, con una población algo más de tres veces inferior a los EEUU y mucho más desprovista de recursos energéticos, dice mucho de su necesidad de “agrandarse” física y geopolíticamente… como siempre.
Como siempre, sí, pero está claro que Alemania hace mucho tiempo que ha elegido la vía europea para avanzar en sus planes como actor internacional de primer orden. Sencillamente, porque no tiene otra alternativa más clara, lo que no deja de expresar una situación de debilidad histórica de la que le es muy difícil salir. Esta debilidad histórica es aprovechada no sólo por sus competidores más “antagónicos”, como es el caso de los Estados Unidos, sino por algunos de sus más “firmes” aliados, como Francia. Basta espetarle (a Alemania) cada cierto tiempo lo de la “culpabilidad histórica del pueblo alemán” en el Holocausto contra los judíos para enfriarle los ánimos en la búsqueda de satisfacer por su cuenta sus aspiraciones expansionistas[2].
[Como acabo de mencionar, la cuestión de la utilización de la unidad y construcción europeas es un asunto que se trata en el precedente artículo A propósito de la ‘Europa-potencia’. Remito a él para todo lo referente, por un lado, al largo período de defensiva estratégica en que se encuentra actualmente Alemania y, por otro, al hecho de que a esta le favorece la condición de mera potencia de segundo orden de las otrora primeras potencias coloniales que buscan alargar su gloria, como es el caso de una Francia que necesita para ello la imprescindible colaboración material germana.[3] ]
Alemania, pues, y tal como se dice en A propósito de la ‘Europa-potencia’, utiliza Europa para que esta le ayude a lavarse la cara y recuperar toda la iniciativa y justificación de gran potencia imperialista que perdió tras la experiencia hitleriana. Entre los avances para sus aspiraciones que ya ha logrado está el de quede en el pasado la prohibición de intervenir fuera de sus fronteras. Hoy está presente en muchas regiones del globo[4]. Además, nunca ha cejado en llegar a ser una potencia que pueda tener derecho a veto en las decisiones internacionales. Supone un gran éxito para los alemanes que el grupo negociador con Irán sea 5+1 (los miembros permanentes del Consejo de Seguridad más ella). Para conseguir todo ello tenía que prestar su apoyo en una primera fase a las intervenciones yanquis; desde la primera guerra de Irak a la intervención en Afganistán. En este sentido, durante mucho tiempo aún los alemanes no dirán nada, al menos ellos directamente, que pueda sonar demasiado agresivo a los norteamericanos. En su lugar, animarán a uno u otro socio europeo (y más explícitamente esa tarea la hará… la cadena de televisión Arte) para que diga lo que interesa a Alemania, incluso teatralizando enseguida un hipócrita desmarque proamericano y sobre todo (quién lo duda) proisraelí, de los que tan bien se les da a Merkel: “Ni somos neutrales, ni queremos serlo” (AFP, 20 de septiembre de 2006), responde la canciller a aquellos que desde el Parlamento alemán le advierten de los riesgos de aparecer demasiado pro-Israel y enviar tropas a una “región volátil donde Berlín ha tejido buenas voluntades con su diplomacia más que con su poder militar” (The New York Times, 20 de septiembre de 2006). De todas formas, la teatralización proisraelí de Merkel no le impide declarar –por ejemplo, con Chirac en la Conferencia de Prensa conjunta del 25 de agosto de 2006 en el Elíseo– algo de lo que no quieren escuchar hablar precisamente ahora los sionistas: “Me parece esencial [decir que] la misión de la FINUL [en el sur del Líbano] no es algo aislado. Debe integrarse en un proceso político para resolver los problemas más delicados de esta región”, para inmediatamente añadir que “Francia y Alemania están totalmente de acuerdo en que uno de los puntos centrales de este conflicto es el conflicto entre Israel y los Territorios Palestinos”.
Pero más allá de esa prudencia obligada que hace decir al ministro de Asuntos exteriores alemán que “incluso 60 años después, llevará todavía algún tiempo ganarse [nuestra] confianza” (AFP, 20 de septiembre de 2006), y en la medida en que va asentado de forma irreversible su retorno a la escena internacional, Alemania al mismo tiempo hace también valer de hecho sus intereses vitales, que podemos resumir en dos: mercados, tanto para sus “excedentes” industriales (excedentes, desde un punto de vista capitalista, claro) como para obtener mano de obra barata, comenzando por Europa en el sentido más amplio posible (o sea, con todo el Este incluido); y, por otro lado, una garantía de suministro estable de materias primas para su industria, que hoy pasa por acuerdos de gas con Rusia y unas relaciones estrechas con las potencias petroleras de Oriente Medio.
Precisamente, y al hilo de esto último, ni Alemania ni una gran parte de la Unión Europea ganan nada con esos planes estadounidenses de remodelación de Oriente Medio, que saben que sólo buscan apuntalar una hegemonía que es también costosa para ellos, como se ha señalado más arriba. Por eso se opusieron a la Segunda Guerra de Irak y no comparten ni la manera ni las intenciones últimas norteamericanas de tratar el “dossier nuclear iraní”[5], por más que sea cierto que les anima intenciones de sometimiento de la zona. Pero esto lo persiguen bajo otro liderazgo y estrategia que no coinciden con los que se desprenden del proyecto de “nuevo siglo americano” para la región. Bien al contrario, pretenden aprovecharse de las dificultades actuales de los estadounidenses para que estos acepten una presencia occidental europea allí, incluyendo una cooperación estratégica con Irán, del que los alemanes son los segundos socios después de Italia. No en vano Irán, en lo concerniente a “su problema”, hace una diferencia clara entre anglosajones y europeos, sobre todo, alemanes, de los que se declara amigo histórico y se dedica a decir en voz alta lo que los propios alemanes piensan pero no sólo no pueden decir, sino que tienen que negar en público incluso con aspavientos. Nos referimos a que se utilice el pasado alemán para cortarles las alas en la consecución de sus planes actuales[6]. ¿Por qué enemistarse con un país así, Irán, que puede ofrecer una garantía en petróleo de alta calidad (dispuesto incluso a negociarlo en euros) y que reconoce que quiere una cooperación estrecha con los países europeos? ¿Acaso es más fundamentalista que esa Arabia Saudita tan protegida durante decenas de años por EEUU y que acoge una sociedad mucho menos “abierta” que la iraní? Que los estadounidenses no tengan relaciones con los iraníes después de 1979 es, sobre todo, un problema particular de ellos que quisieran que fuera occidental en su conjunto.
Por lo demás, aprovechándose del reciente fracaso norteamericano-israelí en Líbano –se pretendía oxigenar el proyecto neoconservador norteamericano de agresión contra Siria y, sobre todo, contra Irán–, y que se suma al fracaso cosechado en Irak, el núcleo duro de Europa tiene una oportunidad de contar con una presencia militar directa y casi exclusiva por primera vez en esa región clave[7]. Y aunque ese núcleo duro de Europa comparta con EEUU el miedo a que se extiendan los ejemplos de resistencia de Hezbollah y de la insurgencia iraquí, o precisamente por eso mismo, los soldados europeos no van a ir tanto allí para desarmar “por las malas” a Hezbollah, sino precisamente a hacer valer su forma alternativa occidental de controlar la región, antes de que todo sea irreversiblemente incontrolable. Comenzando, para ello, por dificultar directamente sobre el terreno los propios planes de intervención estadounidenses con un argumento de peso: ya serían los soldados europeos los que se verían envueltos en… “fuego amigo”. Efectivamente, muchos movimientos europeos en aquella región son animados con la idea de que, como mínimo, el desastre yanqui no lo sea tanto que comprometa a todo el Occidente, eventualidad negativa que se ve realzada por el hecho de que ante los pueblos de la región, que no entienden de diplomacia, los europeos no se distinguen suficientemente de los estadounidenses.
En definitiva, los europeos, si bien comparten con los estadounidenses el mismo sistema explotador y expansionista de agresión de los pueblos, no están situados en el mismo momento estratégico. A los primeros les interesa alargar al máximo su actual fase estratégica defensiva y de conquista progresiva por medios principalmente económicos y políticos, eso sí, salpicado de provocaciones de conflictos locales a cada “tapón” que se encuentren (como, por ejemplo, el que suponía Milosevic). Esta estrategia, menos necesitada en lo inmediato de ofensivas brutales, es lo que les permite abanderarse como los que más (y aún más) de humanismo y democratismo. En todo caso, utilizarán la inevitabilidad de que los conflictos regionales se exacerben como forma de ganar puestos en el liderazgo del Occidente imperialista a costa progresivamente del unilateralismo estadounidense.
Ahora bien, toda esta estrategia del núcleo central de la Unión Europea la conocen bien los estadounidenses, aunque, en general, entre estos se imponen también las formas diplomáticas a la hora de mostrar su animosidad ante esa estrategia europea. Hasta el momento los síntomas más claros de esta animosidad han aparecido, y ya desde hace algún tiempo, entre círculos de los neoconservadores, en periódicos como el Wall Street Journal y entre los sionistas –sobre todo, los cristianos sionistas– como tendremos ocasión de comprobar enseguida. Pero más allá de esta coalición extremista, a ningún grupo de poder en EEUU le interesa, como ya se ha dicho, admitir las actuales derrotas de su país, ya que les metería a todos en una situación de debilitamiento incomparablemente superior a la que supuso la derrota de Vietnam. Pues esta vez se tendrían que “desunilateralizar” incluso dentro del propio campo occidental, al no existir la Guerra Fría que obligaba a correr a japoneses y a europeos en ayuda de los estadounidenses para apuntalarlos.
Esa es la gran ventaja de los neoconservadores: que ni siquiera sus contrincantes pueden soportar un reconocimiento consecuente de sus fracasos; lo que prolonga el poder de aquellos más allá de lo que lógicamente se podría esperar a tenor de sus “meteduras de pata”. De ahí, las dificultades para materializar los procedimientos de impeachment de Bush, a pesar de que los argumentos que llevaron a aplicarlo a Nixon y, por poco a Clinton, son peccata minuta en comparación con los que se podrían montar contra el actual presidente. Tanto es así que son ya muchas las voces en Estados Unidos que, precisamente por el desastre actual en Oriente Medio, no descartan que para asegurar la estabilidad americana interior finalmente tengan que apostar (tal como han forzado la realidad los neoconservadores) por una buena cantidad de años de inestabilidad global del mundo en el sentido de crear fuegos cuyas brasas alcancen, como mínimo, a todo el Occidente, de forma que todo él requiera con premura un equipo de bomberos bien pertrechados –o sea, los mismos pirómanos estadounidenses– para apagar esos incendios.
Esa es la tesitura en que se encuentra Estados Unidos: su dependencia económica del mundo, comenzando por la que tiene del resto de potencias del campo occidental, sólo puede seguir imponiéndola “a buen precio” prolongando la dependencia militar –en la que todavía EEUU tiene realmente la hegemonía– de las otras potencias occidentales. Y si las razones más terrenales (y domésticas) para desestabilizar el mundo se siguen revelando inconfesables, siempre cabe echar mano de recursos más celestiales y hasta infernales.[8]
La crisis profunda de hegemonía de EEUU, las contradicciones interimperialistas reavivadas tras la Guerra Fría y la propia debilidad estratégica de las otras potencias imperialistas, constituyen factores favorables para la causa popular en el mundo que compensan en parte el gran reflujo que supuso la “victoria del Occidente capitalista e imperialista” en la mencionada Guerra Fría. Nuestros sueños de quitarnos a todos los imperialistas de encima deben ser acompañados con la convicción despierta de que eso es posible porque el sistema imperial presenta profundas fallas y fisuras internas que son del todo aprovechables. Para ello es fundamental el ánimo, no ya el de los más conscientes, sino el que estos objetivamente sepan propagar. En este sentido, resulta paralizante y perniciosa la tesis de que estamos inmersos en un Imperio occidental único y sólido liderado por los EEUU. Empezando porque es falsa, y, además, porque alimenta esa idea no poco generalizada en los últimos años de que los estadounidenses son tan inmensamente poderosos, tienen tan bien asidos a todos sus aliados y, en fin, tienen tanto control sobre todo que se diría que hasta cuando las cosas les van mal (como en Irak) será porque en el fondo les van bien…
Por lo demás, no ver estas diferencias intraoccidentales imposibilita al mismo tiempo identificar las pretensiones y estrategias que, más allá de sus propias dificultades y límites, estos otros imperialistas, los “nuestros”, abrigan por su cuenta y no por subcontrata de los norteamericanos. Y ya situándonos en clave más doméstica, sólo si reconocemos debidamente esas diferencias intraoccidentales podemos percibir cómo las mismas se trasladan a las políticas internas de países, sobre todo intermedios como España e Italia, a la hora de elegir una política determinada de alianzas u otra. Esta falta de percepción, por ejemplo, ha dificultado neutralizar los intentos gubernamentales de hacer pasar determinadas orientaciones y decisiones políticas por izquierdistas y valientes. Ha sido el caso de la retirada de tropas españolas de Irak, que en realidad ha estado animada por los deseos de Alemania y Francia. (No en vano, la verdadera diferencia entre Zapatero y Aznar no estriba en si representan más o menos imperialismo, sino en qué política imperialista defienden y, sobre todo, con quiénes la llevan a cabo).
Pero es que, además, a fuerza de ver demasiado poder absoluto incontestado en los estadounidenses, tendemos a infravalorar la resistencia que se les ofrece, y a no comprender cómo las diferencias entre los “grandes” afectan (favoreciéndolos) a procesos revolucionarios, de resistencia patriótica o simplemente de línea independiente de desarrollo de países[9]. Lo más injusto en lo que podemos caer es en ver las luchas que llevan sectores populares y determinadas organizaciones combatientes –independientemente de que no estemos de acuerdo ni con su ideología ni con su línea política de actuación histórica– como un simple montaje de servicios secretos norteamericanos o israelíes. Y que caigamos en ello, basándonos en que efectivamente se han dado históricamente convergencia de intereses inmediatos y apoyos materiales entre, por ejemplo, islamistas y la CIA contra la URSS en Afganistán, o entre Israel y Hamas contra la OLP en los 80, etc.; y basándonos también en el hecho cierto de que los Estados imperialistas montan atentados para justificar sus políticas criminales.[10] Todo esto es verdad, pero aún lo es mucho más que los imperialistas, por la propia naturaleza egoísta, individualista y buscadora de beneficios inmediatos del sistema económico en que se basan, no pueden ser tan potentes como para evitar las diferencias y peleas entre ellos y no pueden desactivarlas completamente a fin de que los procesos revolucionarios y de resistencia no extraigan de ellas beneficio político.
Vicente Sarasa
[1] No en vano, “la UE es de izquierda” según el ex-presidente de la Comisión Europea y ahora primer ministro de Italia, Romano Prodi, cuando se le pregunta: “¿Cómo definir las solidaridades hoy en un mundo globalizado?” (Le Monde, 13 de septiembre de 2006).
[2] “No resulta del todo lógico que ciertos países vencedores de la Segunda Guerra Mundial creen un pretexto para mantener a un pueblo constantemente en el aprieto y por enfriarle toda motivación, todo movimiento y toda vivacidad e impedir así su progreso y su grandeza”, le dice a Merkel, en una carta fechada el 17 de julio de 2006 y publicada por AFP el 28 de ese mes, y como por casualidad, un tal Mahmoud Ahmadinejad, presidente de Irán, quien será muy religioso, pero que ha demostrado una vez más que en esto de los entresijos de juegos de poder terrenales no se va…por las nubes. Por cierto que a la presidenta de Alemania le faltó tiempo para jurar a norteamericanos y a israelíes que rechaza furiosamente que pueda dudarse que ella los ama más que a su propio país, y que, por supuesto, semejante cortesano persa no se quedaría sin respuesta. Faltaría más.
[3] He introducido este párrafo para la presente edición y he prescindido de la siguiente parte que venía en el texto original, ya que, como digo, está en el artículo A propósito de la “Europa-potencia, pág…
[4] Como dice Sascha Lange, un analista militar de Instituto alemán de asuntos internacionales y de seguridad: “…estamos en plena transformación para hacer posible la presencia de tropas fuera de Alemania, y esto no es más que el comienzo.” (The New York Times, 20 de septiembre de 2006).
[5] Ver ¿Qué se cuece detrás de la crisis nuclear iraní?, que se incluye en esta recopilación.
[6] Ver nota 50.
[7] El ministro de exteriores italiano, Maximo D’Alema, declara a Le Monde (25 de agosto de 2006), con ocasión del envío de tropas europeas al Líbano: “Siempre ‘payeur’ (pagador) pero jamás ‘player’ (actor), por primera vez Europa puede jugar un papel activo en Oriente Próximo [ahora que] Irak es una tragedia, y los proyectos de ‘nuevo Oriente Medio’ son un desastre.”
[8] Una figura de pro de los cristianos sionistas norteamericanos, John Hagee, millonario a golpe de fanatismo, no puede por menos que adobar de exaltadas referencias bíblicas (y antibíblicas) las preocupaciones estratégicas más crematísticas de su país. Así, en un libro reciente de gran éxito, A warning to the world… the last opportunity for peace (Una advertencia al mundo… la última oportunidad para la paz) afirma que “los Estados Unidos deberán librar una segunda guerra por el control de Israel contra China y la Unión Europea (sic)”. Y además, el “fanático” señor se toma la molestia de delirar –negocio obliga– precisando que “esta guerra daría lugar a la figura del Anticristo bajo la forma del presidente de la Unión Europea (mismo sic)”. (El CUFI: 50 millones de evangelistas partidarios de Israel, por Thierry Meysan, Presidente de la Red Voltaire.) No es de esperar que desde las esferas norteamericanas de poder haya una disposición manifiesta y explícita a compartir tales “delirios” de semejante pastor. Pero después de comprobar lo embarazoso que resulta tener que buscar por el terreno y el subterreno pruebas tales como las armas de destrucción masiva, no es descartable que terminen por mirar un poco más arriba en busca de la inspiración divina. La verdad es que no les queda mucho más margen de maniobra y, al fin y al cabo, los leitmotiv guerreros divinos tienen el mérito de sólo requerir la prueba de la fe. Un limbo donde, ahora sí, los norteamericanos no ven su hegemonía demasiado en peligro.
[9] Especialmente aquellos que se reivindican de la revolución socialista (por tanto, no ajenos al análisis histórico marxista) deberían estar en mejor disposición de comprender cómo las diferencias entre los “grandes” afectan a procesos revolucionarios, de resistencia patriótica o simplemente de línea independiente de desarrollo de países. Favoreciéndolos. Y aún más, deberían tener presente que para acumular fuerzas para los cambios revolucionarios no basta con decir que todos son igual de mafiosos, sino que hay que añadir que ejercen en diferentes bandas; lo que en el caso de los imperialistas les lleva al final a enfrentarse, ya sea directa o indirectamente, provocando situaciones de crisis de debilidad en el conjunto del sistema. Al respecto de cómo procesos o ciclos revolucionarios se han abierto en contextos de fuertes contracciones y conflictos interimperialistas, ver La importancia del análisis internacional, que se incluye en esta recopilación, concretamente lo que sigue tras la síntesis previa del principio.
[10] Sobre este particular deberíamos ser mucho más intransigentes con nosotros mismos y rigurosos (a la hora de dar datos), cuando comprobamos que la historia es rica en ejemplos (¡y de qué manera en nuestro propio país!) de cómo los Estados reaccionarios e imperialistas no se cortan un pelo en montar si es preciso historietas –esto sí que les cuesta poco– y hacerlas correr incluso entre gente progresista acerca de que revolucionarios y resistentes son sus agentes a fin de mejor aislarlos para liquidarlos.
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